La desaparición del submarino ARA San Juan expuso una dura realidad: pese a contar con uno de los mayores litorales marítimos del mundo, Argentina nunca supo constituirse en una nación oceánica. La tragedia ofrece la oportunidad de repensar las inmensas posibilidades que ofrece el mar para imaginar otro país.
esconozco si en algún momento de su navegación, antes de desaparecer hace más de un mes, el ARA San Juan se cruzó con algún albatros. En las viejas supersticiones marineras, podría haber sido un mal augurio: se supone que las almas de los marinos ahogados habitan en esas aves de impresionante envergadura. El mar, ese espacio inmenso, se tragó al sumergible. Pero al igual que en el conflicto de 1982, la desaparición hizo que afloraran como hongos expertos en ingeniería naval, en estrategia, en radiocomunicaciones: un continuado de versiones mientras la única realidad era que la nave estaba desaparecida. A diferencia de lo sucedido durante la Guerra de Malvinas, aparecieron de inmediato, también, los carroñeros dedicados a sacar ventaja o beneficio político de la tragedia.
Durante varios días fuimos testigos –televisivos, radiales– de que para miles de argentinos el mar es el lugar donde y del que viven: que hay familias atravesadas por esa experiencia. No sólo los tripulantes perdidos y sus seres queridos. La ciudad de Comodoro Rivadavia volvió a movilizarse como en 1978, como en 1982, tanto para recibir a las embarcaciones que saldrían a la búsqueda como también ante la eventualidad de tener que socorrer a los sobrevivientes. Pero también, los trabajadores portuarios, de las empresas pesqueras o petroleras. Los turnos de escucha en la frecuencia internacional, una silenciosa familia expectante pasándose las posibles novedades en el tono metálico de las radiocomunicaciones, en interminables cadenas de whatsapp con la recomendación de que no circule como seguro salvoconducto para que fuera difundida de inmediato, el entusiasmo ante los aprestos de naves que pasaron a ser tan populares como equipos de fútbol –el Skandi Patagonia, por ejemplo– nos mostraron que hay miles de compatriotas patagónicos que han atado su vida al mar.
El desaparecido ARA San Juan nos mostró lo que somos, y lo que podemos ser. Pero, ¿lo vimos?
Imaginación marítima
¿Es lo mismo ser un país con un extenso litoral atlántico que un país marítimo? La República Argentina, en números aproximados, es uno de los países del mundo con uno de los mayores litorales marítimos: casi once mil kilómetros, de los cuales 4.200 son continentales y 6.500 insulares. La plataforma continental, rica en recursos, tan indefendible como indispensable a la hora de memorizar el canon soberano en los viejos manuales escolares, abarca unos 6,5 millones de km2. Pesca, petróleo, soberanía… barcos, puertos, marina mercante y de guerra, cultura construida en íntima relación con el mar y no a espaldas de él, o a lo sumo mirándolo como una barrera infranqueable. Adelantemos las conclusiones o al menos la molestia que queremos instalar: Argentina, que podría ser un “país oceánico”, sigue siendo un lugar de arribo, como hace más de quinientos años (1).
Quienes hemos tenido la posibilidad de conocer el mar sabemos de las sensaciones contrapuestas que genera caminar por una playa en uno de los momentos del año en la que esta no se ha transformado en un destino turístico. La República Argentina no ha construido su cultura incorporando al mar como parte de su territorio, como lugar de experiencia y desarrollo económico; más bien, ha proyectado la mirada de una élite que construyó su poder económico de un modo muy concreto sobre la extensión líquida que hoy –como siempre– está en disputa. Para los argentinos el mar es, sobre todo, un destino turístico. Y un recorte a la vez muy preciso de él: sobre todo la costa bonaerense.
Escribe Philip Hoare, en Leviatán o la ballena, un atrapante libro destinado a explorar la presencia de la ballena en la cultura anglosajona: “El mar es el gran desconocido, el último territorio por descubrir, a pesar de abarcar tres cuartas partes de la superficie de la Tierra. Sus organismos más pequeños nos sustentan porque nos aportan la mitad del oxígeno que respiramos. Sus mareas y sus costas determinan nuestros movimientos y el trazado de nuestras fronteras con mucha más fuerza que cualquier tratado de gobierno. Sin embargo, cuando volamos sobre sus llanuras, pensamos en él –si es que le dedicamos algún pensamiento– meramente como una distancia que hay que salvar” (2).
Así, desconocido, como un espacio a salvar para cumplir con el sueño de conocer el Viejo Mundo, o regresar a él con los beneficios de distintas actividades extractivas es que los argentinos nos hemos vinculado con el mar. Hemos limitado nuestra imaginación y, por lo tanto, nuestras posibilidades.
“44 menos”: encrucijadas
El mar es solo uno. No hay caminos trazados, pero plantea encrucijadas a las sociedades. La obscenidad del “44 menos” pintada durante una de las numerosas marchas de oposición al gobierno, nos permite introducirnos en el tema de los condicionantes históricos que nos han limitado para pensar nuestra relación con él. Uno de ellos, sin duda, nuestra historia reciente. Para Germán Soprano, una pregunta es nodal: “¿Puede un país de la extensión, riqueza y densidad poblacional de Argentina no disponer de un sistema de defensa y, en consecuencia, de unas Fuerzas Armadas con capacidades materiales y de personal para ejercer de forma efectiva su misión principal en la defensa externa y sus misiones subsidiarias (Diamint, pág. 4)? La respuesta expresada por diversos analistas ha sido taxativa: no es posible”. Prosigue: “La desaparición del ARA San Juan puso en evidencia entre las gentes de izquierdas y progresistas que los 44 tripulantes del submarino eran conciudadanos que desaparecieron cumpliendo con su deber como funcionarios públicos comprometidos con la defensa externa del país” (3). Esos funcionarios, son militares. Formados, por una mera cuestión vegetativa, en democracia. Pero herederos del vínculo traumático que la dictadura militar instaló entre la sociedad y sus Fuerzas Armadas. En una de sus crónicas, “Mi amigo el torturador”, Arturo Pérez Reverte recuerda la sorpresa que se sintió al toparse con un rostro conocido en la televisión. Aquel oficial de Marina amable que le había gestionado un viaje a la Antártida y luego lo había ayudado como corresponsal durante la Guerra de Malvinas, aparecía narrando su participación en los “vuelos de la muerte”: Adolfo Scilingo. El mar, sí, también está atravesado por la violencia que ejercimos: la del terrorismo de Estado, y por la guerra que perdimos: es la tumba de un puñado de pilotos y marinos y, sobre todo, de las 323 víctimas del ARA General Belgrano. Por extensión, ese feudo de la Armada que es el Atlántico Sur se tiñó con historias que nos alejaron de él.
Para el escritor y piloto Juan Bautista Duizeide, el desapego argentino por el mar se traduce en términos culturales, lo que muestra un desencuentro aun mayor y más extendido en el tiempo: “Hay un corpus de la literatura argentina relacionado con el mar. Sin embargo, no se ha constituido un subgénero. Se trata de títulos dispersos que suelen no dialogar entre sí, de autores que por lo general no se han leído unos a otros. Lejos de lo que sucede en la literatura escrita en inglés: Melville ha leído a Dana, Conrad ha leído (y criticado) a Melville, London ha leído a Slocum que ha leído a Stevenson que también lo ha leído a Melville… Tampoco hubo una crítica que los leyera en su conjunto” (4).
Según Duizeide, el desafío es ser un “país oceánico”. Pero desde su experiencia de marino mercante, Argentina ha experimentado un enorme retroceso: “Carece de flota mercante propia: dos decretos de necesidad y urgencia la hundieron allá por los brillosos 90. Sus puertos casi no son puertos, su Armada no tiene cómo proteger eso que en la cartografía aún se denomina Mar Argentino, su Prefectura actúa como si estuviera creada para complicar la navegación” (5).
Navegar es preciso
Tal vez pretendernos “oceánicos” podría ser demasiado. Eso fue, por caso, el Imperio Británico. Pero sí debemos plantearnos pensarnos “marítimos”.
Millones de kilómetros cuadrados de Océano Atlántico Sur son parte de nuestro territorio tanto como la pampa, los Andes, el monte. Esas aguas inmensas y abiertas son una parte importante de nuestro país. Las Islas Malvinas, a pocos cientos de kilómetros de la costa patagónica, nos recuerdan nuestra pertenencia marítima. Y, ricas en biodiversidad y otros recursos, son el puente entre el continente y la Antártida. Pero la asociación automática es con la derrota de 1982, y esa pintura oscurece un paisaje mucho más amplio, diverso y, sobre todo, extendido en el tiempo.
La historia de la Argentina atlántica es una historia de marineros y viajeros. En el extremo austral del Cono Sur, algunos de los pueblos originarios desarrollaron una cultura en la que el mar y sus recursos tuvieron un papel fundamental. En la Edad Moderna, llegaron los europeos. Vinieron como exploradores, conquistadores, cazadores de focas y ballenas, científicos, comerciantes, colonos y funcionarios que enfrentaron las dificultades de navegar y habitar uno de los mares más inhóspitos del planeta. Desde entonces, vivimos una larga historia de aspiraciones, encuentros, y también conflictos. El Atlántico Sur es fuente de una enorme diversidad de recursos por las que distintas naciones llegaron, en ocasiones, a la guerra.
La marca reciente e irresuelta política y humanamente de la guerra de 1982 se suma al peso de las representaciones de la Argentina elaboradas a finales del siglo XIX, y que aún organizan no sólo nuestra cultura, sino concretamente nuestras actividades y distribución territorial (Argentina sigue siendo sobre todo una exportadora de commodities, sólo que ahora de soja y minerales).
El relato histórico nacional dominante sobre Malvinas aún refleja el país que pensó un grupo social triunfante a fines del siglo XIX, que basaba su “grandeza” en un papel concreto en el mercado mundial: agroexportadores. Cueros, carne, lanas, cereales, últimamente soja y minerales. Nunca peces, ni siquiera ballenas cuando aún se cazaban, para un país que reclama aguas riquísimas en esos recursos, que están siendo saqueados pues no tiene capacidad para protegerlos. Aún reclamamos las islas y el mar con mentalidad agrícolo-ganadera.
¿Somos, por caso, un país que se imagina de cara al océano, con todo lo que esto implica? ¿Qué lugar ocupan el mar, las costas, la pesca, los marinos, los puertos, la industria naval, en nuestras representaciones dominantes como país? ¿Por qué fue tan fácil el desmantelamiento de la flota mercante estatal argentina en la década del noventa? ¿Sólo porque era “ineficiente”? ¿O porque estaba ausente en las representaciones acerca de Argentina de millares de compatriotas, a diferencia de los trenes, por ejemplo?
El fracaso militar en Malvinas, que retrotrajo enormemente los esfuerzos diplomáticos argentinos, fue lo que aceleró la recuperación de la democracia argentina. Tal vez el legado aún no resuelto de la derrota de 1982, ahora que hemos avanzado además en la restitución de la identidad de los caídos contra los ingleses, sea asumir esta idea: que en ese archipiélago, en 1982, además de las fuerzas argentinas, fue derrotada una idea de nación que los argentinos habíamos mantenido durante décadas, y que es la que nos llevó a la guerra. Es muy difícil lidiar con estas ideas y discutirlas. Sin embargo, debemos hacerlo: constituye el primer paso para desembarazarnos de las cargas de la memoria y del peso de los muertos, que en general es utilizado para abortar las discusiones. No para olvidar, sino para vivir este presente heredando ese pasado, y proyectar un futuro.
Propongo un ejercicio falsamente ingenuo: que el día que quiera, el lector imagine que las Malvinas son recuperadas. Lo desafío a que encuentre un plan que las explique integradas a un plan productivo, de desarrollo comercial, estratégico, naval. Sencillamente, tan fijados estamos en el reclamo, que nos hemos preocupado mucho menos en pensar una nación asociada al mar que baña esas islas. A la Argentina agrícolo-ganadera tan solo le han robado una porción de tierra.
Sin embargo, podemos pensarnos como país marítimo. Argentina puede ser un país atlántico. Cuando los británicos ocuparon las islas por la fuerza, abortaron un proceso extraordinario de poblamiento y explotación liderado por Luis Vernet, quien concebía a las Islas Malvinas como un enclave estratégico tanto en las rutas comerciales como por su proyección sobre el litoral patagónico. De allí que en el proyecto de explotación pedía el “monopolio de la pesca en Tierra del Fuego, Malvinas e Islas del Atlántico Sur”. Imaginó una trama económica, política y marítima que a su juicio el gobierno de Buenos Aires no debía dejar de controlar. Su proyecto derivó en la creación de la comandancia política y militar, en 1829.
Desde aquel entonces, la silueta inconfundible del mapa encarnó una causa nacional. Orientó nuestras miradas sobre Malvinas, hasta que se transformaron en un símbolo, más que de una porción del país, de la Argentina misma.
¿Hasta qué punto esa consolidación no congeló nuestro pensamiento? “Malvinas”, con su cantidad de significados, es un nudo convocante de nuestra memoria y, por lo tanto, un punto de encuentro para pensarnos como colectivo. Si se quiere, para imaginar una idea de patria. Decir “Malvinas”, entonces, significa hablar de nuestras contradicciones y posibilidades asociadas a un destino marítimo.
Dejar de ver el mar desde la orilla… ¿Qué otra forma de relaciones con el mundo, de qué manera diferente imaginaríamos nuestro lugar en la región, en el planeta?
Se abrirían incontables preguntas: ¿De qué formas diferentes nos imaginaríamos? ¿Como viajeros? ¿Como navegantes? ¿Como pescadores? ¿Qué formas de solidaridades hay en un puerto? ¿Dónde empieza y dónde termina un país cuando se imagina marítimo? ¿Cómo es pensarse como un lugar de partida, y no un punto de llegada y de saqueo, que es como nos imaginaron las potencias imperiales, y desde donde nos pensamos como proyecto nacional? ¿Hasta qué punto nos seguimos viendo como vieron este territorio nuestros conquistadores, es decir, como un lugar de llegada, de explotación, y no mucho más?
Es un ejercicio revolucionario: transformar nuestras costas de límites en posibilidad. Imaginar otra Argentina.
1. Juan Bautista Duizeide, “Escrito sobre el agua”, en María Pía López y Juan Bautista Duizeide, Desierto y nación. I. lenguas, Caterva, Buenos Aires, 2017.
2. Philip Hoare, Leviatán o la ballena, Ático de los libros, Barcelona, 2014.
3. Germán Soprano, “Las izquierdas y el progresismo ante la defensa nacional en la Argentina del siglo XXI”, Artepolítica, 6-12-17: http://artepolitica.com/articulos/99006/
4. Juan Bautista Duizeide, op. cit.
5. Ibidem.
* Director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur.
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